Capítulo 1

Desperté temprano, como siempre, pero esa mañana todo era diferente. Mis ojos estaban hinchados de tanto llorar la noche anterior, y la voz de Dios, que solía susurrarme consuelo, se había silenciado, como un padre distante y enfadado. Observé mi habitación en caos: el frasco vacío de pastillas, la botella de licor y la mancha fétida en la alfombra, el rastro de un vómito que mi cuerpo, en un último intento por sobrevivir, había expulsado. La idea de morir llevaba meses rumiando en mi mente, como una solución romántica para acabar con el sufrimiento que me devoraba.

 

Apurada, intenté borrar las evidencias. Metí todo en una bolsa de basura y corrí a la gasolinera más cercana por vendas para cubrir los cortes en mis muñecas. La herida en la derecha era superficial, pero en la izquierda más profunda. Limpié con agua oxigenada. Sabía que necesitaba atención médica, aunque temía ser internada en un psiquiátrico. Lo único que deseaba era estar cerca de mis padres.

 

Mi hermano menor llamó a mi puerta, y casi me paralizó el miedo. Asomé apenas la cabeza y le mentí: le dije que iría más tarde a la escuela para cobrar mi cheque en el trabajo. Me creyó sin cuestionar y se fue. Eché un vistazo al cuarto de mi hermano mayor, aún dormido, y salí de casa sin recordar cómo.

 

En el restaurante, mi gerente me vio llegar y notó algo extraño. Con un nudo en la garganta, recibí mi cheque mientras él me dijo con cariño: “Mija, esto también va a pasar. Échale ganas y nos vemos el lunes. Tómate el fin de semana para descansar”. No pude contener las lágrimas. De ahí manejé hacia el sur, rumbo a mi pueblo natal, pues necesitaba desesperadamente estar con la única persona que podía dar sentido a mi existencia: mi madre.

 

Cruzando la frontera en Ciudad Juárez, manejé por inercia, inmersa en un colapso mental. Lloré tanto que tuve que detenerme varias veces a la orilla del camino porque no podía ver. Me repetía como un mantra: “Todo va a estar bien, solo confía”. La lucha interna era feroz, como si mi espíritu oscilara entre el bien y el mal, y los pensamientos me enjuiciaran sin piedad, lo cual me hacía sentir aún peor.

 

Llegué hasta Ascensión, donde me detuve a cargar gasolina. Fue entonces cuando descubrí que los frenos no funcionaban. Frené con el freno de mano y le pedí al joven de la gasolinera que revisara el líquido de frenos. Él aceptó, y luego me miró atónito: “¡Señorita, no entiendo cómo logró cruzar la sierra sin frenos!”. Apenas entendí lo que dijo; solo supliqué que lo arreglara.

 

Las dos últimas horas de camino me sentía como un muerto viviente que se mueve solo por inercia hacia un destino desconocido. Nunca pensé en cómo reaccionaría mi familia ni qué les diría a mis padres. Era como si mi impulso fuera dirigido por una fuerza mayor que hoy solo puedo llamar amor divino.

 

Al llegar a mi pueblo, crucé la cuesta y bajé por la calle de doña Catalina hacia la calle de doña Estefanía. Entré por el lado izquierdo de la casa. Vi que en el estacionamiento no había coches, así que estacioné mi miniván y entré a la casa. Me metí a la bañera y dejé que el agua fría mojara mi cuerpo frágil. Lloré las pocas lágrimas que aún tenía y solo pedí perdón al cielo por haberme equivocado. Di gracias por haber fallado en mi intento de terminar con mi propia vida.

 

Al percibir ese alivio cálido y el abrazo divino, me sentí un poco consolada. Encendí el agua caliente, me despojé de la ropa mojada y terminé de bañarme, revisando nuevamente las heridas que aún sangraban. Observé en cámara lenta cómo se mezclaba mi sangre con el agua y corría por la coladera. Así sentía que la vida se desvanecía de mí: no encontraba sentido en nada.

 

Al salir de la bañera, me percaté del olor a las toallas limpias: distinguí el aroma del detergente que mi madre usaba con tanto amor para lavar la ropa. Empecé a despertar mis sentidos y me vestí en su clóset, donde admiré el orden tan bonito de sus blusas, separadas por colores, como en un arcoíris. Fue como si, en ese momento, me permitiera reconectar con mi niña interior. También le pedí perdón por el daño que nos había hecho. Di gracias nuevamente y me quedé dormida en la cama de mi madre.

 

Me despertaron los gritos de mi madre al entrar a la casa. Corrió a la recámara y me abrazó, preguntando una y otra vez:

 

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no avisaste a nadie?

 

Me abrazó y me besó, pero en cuanto se percató de mis muñecas, escuché un grito desgarrador que, hasta la fecha, me produce un nudo en la garganta:

 

—¡No, mi niña! ¿Por qué? ¿En qué te he fallado? ¡Dios mío!

 

Me fundí en sus brazos, intentando no ahogarme en mi llanto, y lloré hasta quedarme dormida.

 

A la mañana siguiente, el ambiente se percibía lleno de desasosiego e incertidumbre. Miré a mi madre: una mujer tan segura de sí misma, que siempre sabía cómo animarme en los momentos difíciles, ahora estaba muda, sin palabras.

 

Mi padre llegó por mí y, sin decir nada, me abrazó fuertemente por unos instantes. Luego le indicó a mi madre que me llevaría con él al rancho. Ese camino se sintió eterno. Me quedé en silencio, mirando los senderos tan familiares y recordando la primera vez que, en ese mismo trayecto, mi padre me enseñó a manejar cuando tenía doce años. Con amor y paciencia, me confió su camioneta estándar y me explicó cada detalle. La paciencia que mostró en ese momento era una faceta que no conocía de él. Me felicitó cuando logré el propósito de aquella lección, que me serviría para el resto de mi vida.

 

De repente, volví a ese recuerdo cuando nuevamente escuché su voz:

 

—Mija, recuerde que las broncas de los adultos no son suyas para entender, ni mucho menos para cargar con culpa o responsabilidad. Usted es lo más valioso que tengo, y no podría imaginar mi vida sin usted. Lo que necesite, solo pídalo, y le aseguro que haré todo lo posible por ayudarle. Sé que no ha sido fácil sobrellevar la enfermedad y nuestras peleas como pareja. Nadie nos enseña cómo enfrentar las cartas que nos tocan en este juego llamado vida, pero sé que usted podrá sobrellevarlo porque es fuerte. Además, es mi hija, caray. Tiene mucho por qué vivir, y este no es el final, sino el comienzo. Recuérdelo. Perdóneme si alguna vez le he fallado como padre. Y prométame que, a partir de ahora, hará todo lo posible por estar bien.

 

Con lágrimas en los ojos, le prometí ese día que haría todo lo posible por estar bien y ser feliz; con mucho o con poco, pero feliz. Lo miré fijamente y sonreí. Mi padre me devolvió la sonrisa con un gesto de empatía, sabiendo que su hija necesitaría mucho más que palabras de aliento para salir adelante.

 

 

Tener la certeza de que los errores que cometen nuestros padres no tienen absolutamente nada que ver con nosotros es fundamental. Debemos aprender a separar los hechos: las decisiones que los adultos toman, aunque tengan un impacto positivo o negativo, no nos definen. Como adultos, somos responsables de nuestras propias acciones y emociones.

 

Aquel día, Leslie pensaba que, si su vida dejara de existir, sería más fácil para sus seres queridos sobrellevar las suyas. El diagnóstico recibido a los 11 años, seguido por el divorcio de sus padres, fueron motivos suficientes para que creyera que ella era la causa de esos sucesos. Sin madurez emocional, quedó atrapada en un estado constante de supervivencia, sometida a niveles muy elevados de estrés.

 

Es crucial ofrecer apoyo psicológico a los niños durante una separación conyugal, ya que los padres son la base del desarrollo emocional. Y más aún cuando una enfermedad crónico-degenerativa está presente en la vida del menor.

 

Hoy, al recordar aquel suceso, solo puedo decir que Dios, en su infinita misericordia, me sostuvo en Su gracia. Doy gracias todos los días por no haber cumplido mi propósito en ese momento oscuro, donde los pensamientos desoladores me invadieron y realmente creí que, si dejaba este mundo, mis seres queridos tendrían menos de qué preocuparse. Jamás me pasó por la cabeza cómo mi muerte podría afectar a quienes me amaban; no lograba contemplar esa posibilidad. Solo quería que el dolor terminara.

 

La separación de mis padres, sentirme poco amada y cargar con responsabilidades que no me correspondían eran razones que en mi mente justificaban mi sufrimiento. El tener que cuidar siempre de mi salud había alimentado una frustración profunda, y no podía ver más allá de mis limitaciones físicas.

 

Como padres, es fundamental educar a los hijos para enfrentar un mundo real y a menudo cruel, para el que nadie está del todo preparado. La madurez emocional es esencial para darle sentido a la vida, pero en mi generación no se nos enseñó esto. Nos lanzaron al mundo con las pocas herramientas disponibles y nos pidieron que hiciéramos lo mejor que pudiéramos, sin más.

 

El nivel de conciencia que hoy tengo no llegó de la noche a la mañana. Es el fruto de un largo camino, sembrado de desafíos y aprendizaje, y potenciado por los recursos e información que hoy están disponibles con solo un clic. A lo largo de mi vida, he dedicado tiempo, esfuerzo y una profunda introspección para sanar heridas que, por generaciones, habían marcado a mi familia. Romper patrones de comportamiento destructivos y tóxicos no solo fue una decisión, sino una necesidad para dejar un legado diferente a mis hijos.

 

Crecí en una época donde muchas familias, como la mía, enfrentaban dinámicas cargadas de dolor y desconexión. Los años 90, aunque llenos de avances culturales y tecnológicos, también estaban plagados de sombras que influían en el entorno familiar. Alcoholismo, drogadicción, promiscuidad y una libertad de expresión que muchas veces carecía de límites y orientación eran realidades con las que convivíamos.

 

En mi caso, aprendí a callar más de lo que debía, a normalizar comportamientos que herían, y a adaptarme para sobrevivir en un entorno donde las emociones no siempre tenían un espacio seguro para expresarse. A menudo me preguntaba si alguna vez podría romper con esas cadenas invisibles que parecían apretar más con cada generación. ¿Podría ofrecerles a mis futuros hijos un mundo más amoroso, más consciente? Esa pregunta se convirtió en mi faro.

 

Fue en los momentos más oscuros, enfrentando las repercusiones de estos patrones en mi propia vida, cuando me di cuenta de que la sanación no era solo un acto individual, sino un proceso que reescribía la narrativa de mi familia entera. Decidí ser quien tomara el martillo para romper el ciclo, aún sin saber del todo cómo hacerlo.

 

La información y los recursos comenzaron a llegar poco a poco, como pequeñas luces en un camino incierto. Libros, talleres, terapia, y conversaciones que antes parecían imposibles abrieron la puerta a una nueva manera de vivir y de sentir. Cada herramienta que incorporaba en mi vida no solo me ayudaba a mí, sino que impactaba a quienes me rodeaban, especialmente a mis futuros hijos.

 

Sanar ha sido un acto de valentía y compromiso, no solo conmigo misma, sino con las generaciones que vinieron antes y las que vendrán después. Es un recordatorio de que, aunque no podemos cambiar el pasado, sí podemos elegir cómo moldear el presente y construir un futuro más sano y consciente.